Muchas veces me preguntan si pienso tener más hijos. La verdad es que si el mundo se moviera por otra cosa más que «dinero», tendría miles de hijos sin pensarlo. De que es un mega chambón, lo es; un trabajo NO REMUNERADO que a veces acaba con la paciencia del más santo de todos los santos, también, pero es uno de los mejores puestos «laborales» que alguien podría tener. Es el título profesional de conocimientos más amplios que se podría obtener en cualquier parte del mundo. Pero no es la realidad, así que cuando me hacen esa pregunta, me agarro el corazón y digo que no, que me quedo con mis dos terremotos y cierro fábrica (y de pasadita toco madera porque uno nunca sabe).
Cada vez que me hacen la misma clásica pregunta me acuerdo de los primeros días y tiemblo de nuevo. No fueron mágicos como todos me contaron que serían, no fueron hermosos y llenos de paz y amor; fueron de terror, miedo y desesperación por no poder tener a mis hijos como NATURALMENTE Dios manda a tenerlos piel con piel. Tenía que conformarme con tocarlos a través de un vidrio durante sus primeras horas de vida, darles lo poco que me salía de calostro por medio de una tetina de biberón, rezar a cada minuto porque pronto me den buenas noticias, esperar a que me curen la herida de la cesárea que realmente no me dolía nada en comparación al dolor de corazón que sentía a no tenerlos conmigo en ese momento; era realmente una pesadilla. Pero, esa fue MI historia de los primeros días, estoy segura que cada quien la vive diferente, y es toda una aventura, incluso, una misma persona vive distinto cada embarazo, es por eso que a veces, a raíz de estas «clásicas» preguntas, es que pienso en qué se sentiría tener otro hijo. Solo uno.
Y así, esa misma pregunta me lleva a pensar en mi fallida relación con la lactancia, en las noches enteras pegada al extractor de leche mientras que mis hijos tomaban fórmula de un biberón, «todo sea por la estimulación para empezar a producir más y más par ellos» pensaba. Los días y noches alternando: teta – bibe / bibe – teta; izq / dere y dere / izq que se hacían eternos y finalmente ya ni sabía qué día era lunes, o cuál era sábado, o si era de día o de noche. Días interminables que se pasaban entre toma y toma, porque como nacieron a las 34 semanas había que darles leche cada 3 horas máximo (y se demoraban una hora en tomar porque se les complicaba la succión), era difícil y yo estaba aterrada.
Me acuerdo que cuando estaba embarazada y preguntaba cómo serían los primeros meses, todos me hablaban de lo maravilloso y mágico, de esa conexión especial mamá&bebé que nadie puede explicar con palabras, de hacer de la hora del baño todo un ritual… yo nunca sentí esa «paz» o «relajación» de la que muchos hablan al momento de hacerle masajes al bebé saliendo de la tina: en las piernitas, en la espalda en forma de círculos, en los bracitos, etc. No pude contemplar a mis hijos mirándolos fijamente a los ojos por todo el tiempo que yo quisiera porque cuando empezaba a sentir ese click, ese vínculo, o como sea que cada una le digamos a ese lazo especial, el otro empezaba a llorar para que lo cargue o le de leche o le cambie el pañal. El momento de magia desaparecía.
Si me preguntan si quisiera tener otro hijo, claro que quisiera tener otro. Quisiera experimentar cosas nuevas, retar y probar mi capacidad una vez más, pero sé que no es algo tan sencillo ni justo. No sería justo ni para mis hijos, para «el nuevo bebe», tampoco para nosotros sus papás. Creo que ya la vida está últimamente MUY de cabeza como para andar poblando más el mundo con hijos nuevos. Además, el dos es un buen número ¿no?